Autor: Rafael Reinoso
Título UNCURSODEURBANISMO 2002-2003.
Artículo: La ciudad nos hace Páginas 26-35
Editorial: Laboratorio de urbanismo de la universidad de Granada
Pais de publicación: España Año de publicación 2006 ISBN 978-84-787-420-4
La ciudad nos hace
… Los arquitectos no son sólo“esteticistas” y “cosmetólogos” del “rostro de la ciudad”, son conformadores de sociedad en el sentido más sólido de la expresión. Al determinar y establecer las arquitecturas de la ciudad, los espacios públicos y los sistemas de transporte, los barrios de la ciudad y las zonas residenciales, se toman decisiones que van mucho más allá de lo que planificadores, políticos y economistas han considerado y definido.
Ulrich Beck
…Geógrafos, urbanistas, proyectistas urbanos y planificadores, …se sitúan en una posición cognoscitiva y operativamente estratégica. Redescribiendo los lugares ellos contribuyen a cambiar la sociedad, proyectando la transformación física de los lugares ellos reconceptualizan y reestructuran las relaciones sociales…
Giuseppe Dematteis
El clima, las costumbres, las fiestas,… construyen ciudadanos, pero el espacio donde habitan (su casa, su calle, su ciudad y su territorio simultáneamente), también.
El proyecto del espacio por tanto no es inocente. Construimos lo que nos construye, y al mismo tiempo el espacio que habitamos nos educa, cerrándose un circulo. Si uno acepta la casa en la que vive, proyectará casas dando por válidas muchas cuestiones, cuestiones que con seguridad van a su vez a posicionar a sus habitantes frente a otros asuntos.
Lo mismo ocurriría con el barrio, la ciudad o el territorio. Cuando Le Corbusier o Wright expusieron sus visiones de lo que había de ser una ciudad moderna, allá por los 20 y los 30, estaban cautivos de una influencia local potentísima La Villa Contemporánea era la ilusión de un nuevo París después de conocer los trabajos de Henard o Tony Garnier; Broadacre era la ilusión del territorio según la experiencia suburbana de Riverside, Oak Park (donde vivió y proyectó sus conocidas casas) o Taliesin; París soñado en un caso y Chicago/Los Angeles soñado en el otro.
La movilidad y la desubicación actuales, que hacen de muchas personas ciudadanos de muchas ciudades y lugares al mismo tiempo, o la posibilidad de que gentes que nunca han estado ni vivido los lugares, tengan la oportunidad de transformarlos desde miles de kilómetros de distancia nos situa en una posición nueva respecto a la cuestión de la que queremos hablar, probablemente relativizando la importancia del proyecto del espacio urbano.
Asistimos a unos momentos desconcertantes: fuera de los ámbitos académicos y salvo contados y muy excepcionales casos (dignos de convertirse por su rareza en un consumible mediático efímero) se ha zanjado la cuestión del diseño del espacio habitable, aceptando y dando validez a una categoría de espacio público muy poco útil, muy poco pública, y demasiado homogénea y común.
(salón inmobiliario)
Nuestras quejas sobre como la profesión se enfrentó a este problema en los complicados años 60 o 70 no nos han ayudado a mejorar, más bien al contrario. Con más recursos económicos y legales para hacerlo mejor, buena parte de las cosas se hacen peor. La calidad de los buenos materiales que hoy podemos usar para construir nuestro espacio habitable nos nubla la vista.
Falta talento, y honestidad, en el diseño de los espacios públicos de siempre (calles, plazas,…), en el de los edificios públicos, en la colocación de estos en la ciudad y en sus relaciones con ella, en el diseño de las infraestructuras del transporte público, en el de los espacios públicos privados (centros comerciales, ocio,…),…
Hay que construir ciudadanos, y para que eso ocurra tiene que haber ciudad. Recuperar la calle, en su sentido vulgar, como escenario «físico» de encuentros, acuerdos y desacuerdos, es una tarea que nos correspondería asumir. Si la cara es el espejo del alma, la ciudad es el de sus gentes. En palabras de H. Lefevre: “la ciudad es la sociedad trazada sobre el suelo”
La diferencia y el detalle. Los accidentes y lo local
A pesar de la creciente complejidad de nuestro mundo, cada vez nos parecemos más, se estandarizan nuestras singularidades y franquiciamos nuestros espacios domésticos y públicos. Hemos estandarizado muchos asuntos que aceptamos sin demasiadas dudas: los tiempos vitales (dormir, desayunar, trabajar, almorzar, etc…), los descansos (fines de semana, vacaciones,…), las dimensiones de nuestras herramientas, las reglas; …y eso a su vez ha normalizado, globalizado, nuestro espacio (casa, calle, etc…).
Todo eso que aceptamos para poner orden en las relaciones entre nosotros, y entre nosotros y nuestras cosas, o incluso entre nuestras cosas entre sí, enfila una dirección cuyo sentido tiende a converger al mismo punto, según una inercia consentida y deseada aunque ciertamente inconsciente. Tenemos casas parecidas, ciudades parecidas, comemos más o menos lo mismo, vemos la misma televisión, nos divertimos según ofertas variadas, pero en todos lados parecidas, nos vestimos en las mismas tiendas,…incluso deseamos las mismas cosas…
En este escenario, cada vez más homogéneo, hay no obstante diferencias. Es esa leve diferencia, la que hace que un ciudadano de una ciudad llegue a ser singularmente diferente al de otra. Sin embargo existe una convergencia, como se ha dicho antes, hacia un mismo punto, que poco a poco convierte la diferencia en común, lo local en global.
Desgraciadamente ese punto de convergencia, además de la asumida pérdida de diferencias es, a la vez, mínimamente rico en opciones. Nos igualamos para perder. La cuestión debería ser la de invertir la inercia de esa espiral en el sentido opuesto, centrífugamente.
Hay asuntos que no podremos cambiar si queremos eficacia en nuestras relaciones. No podemos renunciar a que nuestros coches sean parecidos, nuestros electrodomésticos parecidos, nuestras herramientas parecidas,…, no podremos evitar que veamos películas o televisión parecidas, que comamos o compremos marcas parecidas… pero no tenemos por qué, atendiendo a las razones de eficacia antes citada, construir espacios parecidos.
Habría, por tanto, y quizás en primer lugar, desnormalizar las reglas del espacio habitable, en el sentido legal, pero sobre todo en el mental. Intentar escapar de esa frontera inexistente que tan bien explicaba Buñuel en “El Angel exterminador”, para poder vivir otras vidas. Y en segundo lugar recuperar o reinventar los dispositivos de relación, colocarnos enfrente de los que afirman, a veces con razón, que el espacio público (en su sentido tradicional) no existe, para por ejemplo recuperar la “calle” en su sentido vulgar. Recuperar espacios «físicos» para el conflicto y la indeterminación, espacios de ocupación que la fuerza centrípeta de la eficacia y el supuesto bienestar común ha vaciado de contenido.
Cuando el MACBA se inventó una actividad reflexiva sobre que hacer con sus espacios, invitó a un grupo de arquitectos y artistas de reconocida militancia intelectual. Sólo hubo una propuesta que evitando presentarse como vagamente figurodecorativa intentase cambiar aquellos lugares. Fue la de MVRDV, y también la más barata: dos porterías de fútbol para la plaza que el Raval abrió para su edificio más singular y supuestamente revitalizador… Los niños aparecieron en la ciudad, abandonando sus consolas y televisores para llenar la plaza…. Nuevas amistades y nuevos conflictos. Semillas para el futuro. Cosas tan sencillas y aparentemente tan intrascendentes como un banco bien puesto en una calle puede cambiar y hacerles feliz la vida a algunas personas un rato cada día. Todos somos capaces de recordar alguno.
Frente a la ciudad genérica de la que Koolhaas habla, y que se inventó el MACBA para el Raval, o frente a las operaciones, deseadas también (¡por qué no!), de las también «genéricas» y franquiciadas calles y espacios que se están proyectando en todas las ciudades, habría que anteponer el detalle, lo más local, para explicar algo más potente.
¿Porqué?. Porque la congestión, el enorme intercambiador urbano en que se está convirtiendo el territorio, está desfigurando, alisándolo, todo. Lo local, aquellas formas de relaciones, actividades y comportamientos surgidos desde situaciones menos interconectadas de lo que están ahora, se encuentra cada vez más arrinconado. Se están imponiendo cambios en los usos de la ciudad que son absolutamente innecesarios y empobrecedores. Una ciudad portuaria como Málaga (donde el antiguo muelle se llenaba de jóvenes, mayores y familias que bajaban de sus barrios para pescar y cenar al fresco mientras jugaban a las cartas, o el viejo y ahora abandonado morro, a donde llegábamos paseando para disfrutar de la bahía y descansar con amigos y parejas junto a los quioscos, o en los espigones de la Térmica donde veíamos a los críos zambullirse desde las ruinas de antiguos cargaderos, …. prácticamente han desaparecido) se parece enormemente a cualquier ciudad interior como Granada, y viceversa.
La supuesta eficacia, o mejor dicho, la inercia genérica incuestionada de producción de espacio urbano, ha alisado, y destruido redes de jardines sociales larvadas durante décadas, de posibilidades únicas irrecuperables. La interrupción de la costumbre, (reconstrucción de espacios con otras maneras de operar en ellos, separación de grupos, o la propia dinámica de la movilidad social) está siendo letal.
Muchos ciudadanos intentan como pueden, en el difícil y cada vez más reducido escenario que les dejan, tejer alguna infraestructura social, como ahora, por ejemplo, lo hacen los inmigrantes, que cada día al atardecer y los días de descanso ocupan lugares específicos de las ciudades para encontrarse y compartir sus afinidades. Han ocupado espacios urbanos desalojados por los antiguos habitantes de las ciudades, que no encuentran en ellos el dispositivo que les permita construir su relación con los otros. Quizás porque sus mecanizados y aprendidos (y sobre todo reglados) comportamientos, han olvidado como usarlo.
Me gusta comparar la dinámica social de nuestras ciudades con la de un jardín. En él se encuentran ordenadas para la higiene visual y para la supuesta buena salud de las plantas, todas las diferentes especies que queremos que convivan con nosotros. Junto a las plantas, están también los insectos, pájaros y demás “bichos buenos” que consentidamente aceptamos. Sin embargo, en los accidentes de ese jardín, por ejemplo en aquel rincón que no cuidamos o donde se produce una pérdida de agua, es donde se encuentra el auténtico ecosistema, precisamente donde los bichos, todos los bichos, y las plantas están más a gusto.
Quizás también los niños, que son unos bichos algo más socializados, responden a la misma. El colegio donde estudié disponía de numerosas instalaciones deportivas, sin embargo el recreo lo pasaba en un gran bosque de olivos que rodeaba las pistas, más sugerente, menos reglado, más imprebisible. Igual que les ocurría a los niños de mis vecinos: tienen una parcela donde en la parte delantera tienen el jardín de enseñar (piscina, césped, flores, etc.) y pero detrás estaba lo que verdaderamente les gustaba: un descampado abandonado sin nivelar con algunos árboles silvestres, con una cabaña abandonada, y lleno de “peligros”, donde criaban tortugas, camaleones, paseaban con la bici, jugaban con sus amigos, etc. Hoy aquellos niños solo usan la parte de la piscina, porque quizás su nuevo rol preadolescente no les permite arriesgar una sociabilidad con sorpresas. Aquel colegio también ha eliminado aquellos olivos para construir más pistas deportivas… no se deja margen a lo imprevisible.
Los niños son uno de los más potentes dispositivos de relación, de construcción de comunidad. No obstante creo que previamente hace falta que se den algunas circunstancias, una de las cuales, y en mi opinión la más importante, es que exista un soporte (siempre pienso en el físico aunque el electrónico virtual vaya abriéndose camino) para que esa relación se de: una de ellas es la escuela, que ésta existe sin duda, y la otra es calle, aunque aquí ya hay problemas. Siguiendo con mis vecinos, una calle cortada, a la espera de conectarse con otras zonas de la ciudad, se ha convertido en su lugar de juegos tranquilo y seguro, junto a grandes descampados donde pueden hacer casi cualquier cosa, siempre que estén con otros niños. Esa circunstancia, ese accidente no previsto, ha generado un nuevo marco relacional: racias a esto los padres de esos niños se conocen y se han establecido inesperados lazos.
¿Son las elites profesionales y políticas capaces de inventar, y desear, espacios para la relación, llamémosle también (¡por qué no!) patrimonio social, lejos de esos objetivos genéricos ya globalizados?. Evidentemente si. En este sentido pienso que el proyecto de la Malagueira de Siza es potentemente educador.
(Malagueira)
Casi siempre el proyecto se ejecuta como un producto acabado y cerrado donde no caben otras opciones, y mucho menos la indeterminación bien por el miedo al vacío de los técnicos o bien por el miedo al no control de los políticos. Pocas veces se entienden los proyectos como procesos indeterminados, cuando en realidad siempre lo son. Nada escapa a la indeterminación, sin embargo la desatención a esa circunstancia aborta el nacimiento de muchas oportunidades. El proyecto se debería limitar a establecer unas mínimas normas de juego, como aquellas que como se dijo al principio no podemos cambiar si queremos eficacia en nuestras relaciones con las cosas y con los otros, un cierto reglaje, una cierta estructura que ordene la indeterminación de lo local dentro de lo general.
La casa “convencional” o el Loft, los proyectos de megaestructuras de los 70 o la ciudad-aeropuerto de Seúl de OMA. Lo determinado o la consentida indeterminación. Lo primero no nos crea conflictos del tipo que clase de mueble compro, como me comporto aquí, como también habrá eventos, acontecimientos o sucesos imposibles de manifestarse.
(megaestructuras y ciudad-aeropuerto Seúl)
Después de todo, como dice Koolhaas “si las ciudades se parecen tanto es porque la gente las quiere así”. Parece oultarnos, y el lo debe saber también muy bien, que el deseo de la gente está probablemente muy construido … bien por otros o bien por la propia costumbre e inercia con la que se deciden las cosas hoy.
La cuestión de la densidad y la congestión. El capital relacional tiene matices
Tenemos viviendas más confortables y amplias que hace un siglo, pero eso ha vaciado nuestras calles de gente. Hay menor densidad en nuestros ámbitos de relación domésticos (incluso dentro de la propia casa), que ha disminuido el número de “roces”, para el goce o para el conflicto. Esto lo saben perfectamente nuestros renovados centros históricos, donde, de paso, sus planes de protección podaron el complejo jardín de relaciones tejido durante tantos años, siglos, atrás. De la misma manera estas nuevas cubicaciones aplicadas sobre el viejo concepto urbano de calle, está proyectando enormes cantidades de metros cuadrados de espacio supuestamente público, pero inútiles para la actividad social.
Sin gente no hay espacio público, pero con gente necesariamente tampoco. Son también conocidos los casos de reformas en los centros históricos, que multiplicando por diez las densidades (donde antes había una casa ahora hay diez), no han sido capaces de construir espacios fértiles para la vida urbana. Con lenguajes muy periféricos se han destruido, desde esa inercia que construye eficacia con parámetros y conceptos incuestionados, tramas y morfologías susceptibles de asumir roles de urbanidad, para no obtener nada de nada.
Son precisamente aquellos malos barrios construidos en los 60 y 70, con unas densidades y características espaciales disparatadas para nuestra sensibilidad, o cultura, profesional, los que están disfrutando hoy, pese a sus tremendos escenarios espaciales, de la auténtica vida social comentada en su sentido más clásico, aunque por su puesto en el contemporáneo también. Los lugares de encuentro, los tipos de comercio, …pero sobre todo la red social de intereses, ha generado un capital (social) susceptible de transformarse en cultural, económico o familiar (éste último, en mi opinión, el más importante de todos).
(barrios de los 60/70)
Esta cuestión de la densidad, es la que le sirve a Koolhaas para apoyar la base de buena parte de sus trabajos en la ciudad: crear congestión como mecanismo de activar relaciones en determinados puntos de la trama, utilizando para eso, y casi siempre que puede, las infraestructuras de la movilidad. Basta sólo citar tres de sus propuestas más emblemáticas: Euralille, el ZKM de Karlsruhe o la remodelación del Biljmer de Amsterdam. En todos los casos se trata de lo mismo, utilizar las infraestructuras de la movilidad para construir puntos de la ciudad donde se dan al mismo tiempo miles de encuentros, aunque ciertamente forzados.
(Euralille y Bijlmer)
Nos hemos colocado por tanto, en una posición diferente de la anterior, para entender la densidad desde un punto de vista radicalmente distinto. En el caso anterior la densidad provocaba los encuentros, en este caso los encuentros provocan la densidad. Pero hay algo más. En esta segunda cuestión, los encuentros, forzados hacia una posición urbana que en teoría responde a una estrategia de proyecto (revitalizar, robar actividad, competir con otros territorios o lugares), no son locales, tienen un carácter más genérico. Los elementos (personas o cosas) que relaciona son territoriales, incluso metropolitanos o regionales (en algún caso incluso internacionales). Son encuentros entre desconocidos sin ninguna voluntad de crear una red relacional.
En este caso provocar congestión es igual que construir relaciones entre lejanos en un lugar de tales condiciones, que el mismo Koolhaas denomina genéricas: lugares normalmente franquiciados y emparentados con el mundo global de la TV, la prensa o Internet.
Suelen ser lugares con muy pocos accidentes, muy lisos, según terminologías de Deleuze. Las normativas que construyen las infraestructuras y los grandes espacios del comercio, ocio, cultura y trabajo, incluso el tipo de actividad posible o la misma morfología de los espacios, tiene similitudes con otros de otras partes de la ciudad, de la provincia o incluso de otros países. Son prácticamente iguales. Se resuelven problemas, por supuesto, pero el tipo de relación, el tipo de comunidad creado, está absolutamente reglado.
No pretendo moralizar sobre esto, simplemente exponer que el uso de determinadas herramientas o estrategias tiene unas consecuencias que hay que tener en cuenta. El proyecto de la ciudad puede aprovecharse de los efectos conocidos de unas y otras para conseguir objetivos en apariencia contradictorios, como por ejemplo apuntalar diferencias y diversidad utilizando la congestión reglada.
Como propone Dematteis, interactuar con la gente, no de manera física ni coactiva, sino con sus relaciones con las cosas, con sus redes de relaciones, teniendo presente que estas se forman en el plano físico, que son transescalares (casa-barrio-ciudad-metrópoli-…), y que deberían ser horizontales y no verticales, poniendo en crisis las jerárquicas de poder entre escalas.
Umbrales de relaciones
El umbral de relaciones que un territorio puede desarrollar no es ilimitado. No es cuantificable tampoco, puesto que las interelaciones, además, están expuestas a todas las variables que podamos imaginar, por ello tenemos que trabajar a través de las intuiciones que los datos nos ayuden a alumbrar en cada momento.
Según esa hipótesis el espacio donde se podrían producir esas relaciones tampoco es ilimitado, y puesto que este espacio nunca es gratis, ni cuando es público ni cuando es privado, los proyectos deben limitar la cantidad en favor de la calidad. Planificar por tanto también es decidir sobre que puntos del espacio vamos a cualificar con actividad relacional (en sus diferentes gradientes, con escalonamientos de la centralidad), y en consecuencia cuales van a ser los canales relacionales.
Recordemos un momento la propuesta de Koolhaas en Melun Senart. Esta idea-concepto, que naturalmente tiene muchas cuestiones no resueltas, nos avisa de que hay espacios existentes y otros posibles, que son fundamentales para la buena organización de las relaciones urbanas, y con ello para el desarrollo de una vida social. Es en ellos donde se han producir los proyectos e inversiones más vigiladas, porque ahí, en ellos, se van a escenificar la mayor parte de los acontecimientos territoriales relevantes.
(Melun Senart)
Sigamos ahora por donde íbamos, y pongamos un ejemplo, la Karl Marx Alle de Berlín (Egon Hartmann). La reconstrucción de un eje histórico a partir de las ruinas que dejó en la ciudad la II Guerra Mundial, con criterios plenamente contemporáneos, sirve de excusa para dibujar sobre el Berlín socialista un escenario urbano ejemplar. La dimensión de la propuesta, su monumentalidad y su composición son resultado de la necesidad de explicar las ventajas de la urbanística socialista, como continuidad de las practicas urbanas llevadas a cabo antes de la guerra por los ayuntamientos socialdemócratas.
(Karl Marx Allee)
Los parecidos y la raiz de las composiciones urbanas no pueden esconder su origen. Los recursos compositivos, formales y relacionales que se trazan ya habían sido ensayados con éxito en el mismo Berlín, pero también en ciudades tan importantes como Hamburgo y sobre todo Frankfurt. La diferencia se presenta en la escala: las herramientas que antes se usaban para la escala intermedia se trasladan literalmente a la gran escala, y aunque aparentemente todo es igual, en realidad nada es igual.
La enorme proporción de los espacios hace difícilmente reconocible la idea de calle que se busca, los espacios abiertos de carácter urbano son muchos y demasiado amplios. Las diferencias entre el experimento de HansaViertel en el Tiergarten que hecen los “aliados” en el Berlín occidental y éste, y aunque parezca increible, no existen, ambos se pueden leer igual: edificios en el parque.
Aunque suele ser habitual encontrar las respuestas en el contexto político para explicar porqué esas calles nunca funcionaron, y porqué aquellos espacios sufrieron la degradación que hasta hace poco mostraban, creo habría que habría que hacerse una pregunta ¿cuanto de aquel problema se encuentra en los errores de proyecto, en esa excesiva carga de espacio abierto, en sus costes de mantenimiento, etc…? . En los 90, una vez solucionado el importante problema político de la ciudad se plantearon concursos para estudiar que hacer. Los resultados fueron variados: unos apostaron por rellenar y aportar nuevas densidades, otros por convertir aquello definitivamente en un parque, y otros, como siempre, decoraron para no cambiar nada.
Casi en el polo opuesto, pero con idéntica problemática, podemos situar a cualquiera de nuestros barrios de los 60 o 70, donde una ocupación desproporcionada de suelo con bloques aislados, en hilera o formando agrupaciones, han dibujado una cantidad variadísima de espacio libre. Variada y tan amplia en su suma, que su utilidad ha quedado cuestionada. Quizás la necesidad de aparcamiento en superficie resuelve y zanja la cuestión en algunos casos, pero siempre no es así. Lo que aquella alocada historia nos ha regalado es resumidamente suelo público difícil de mantener, sin usos…,un error muy caro, y eso que estamos hablando de sectores urbanos, que gracias a sus enormes densidades podrían tener una demanda de uso suficiente.
(Huecos de barrios)
Pero no, los malos proyectos han impedido inventar ahí después. El soporte teórico del que se aprovecharon fue burlado. El ideal del espacio abierto se olvidó demasiadas veces de la calidad y del destino teórico a que estaban destinados y los convirtió en variante tipológica de la calle corredor, utilizando sus mismas morfologías, y pretendiendo su mismo funcionamiento.
El proyecto como conformador de conductas
Argumentar que debido a las malas decisiones proyectuales se han generado problemas, disfunciones y deseconomías, que han desestructurado redes sociales, empobrecido a miles de personas, etc. es algo que cualquiera puede compartir, porque la literatura sobre el tema y los hechos están ahí para defenderlo. Decisiones incorrectas en estos asuntos provocan empobrecimiento de los territorios, descapitalización familiar o incluso que las inversiones municipales en dispositivos sociales o económicos sean incapaces de responder a los objetivos buscados.
Decir hoy que desde el proyecto se pueden tomar decisiones que, al margen de las opciones de congestión expuestas anteriormente, se inventen el espacio colectivo y el comportamiento de la gente, es casi como colocarse en la marginalidad. Sin embargo creo en ello apasionadamente.
Los profesionales que trabajamos proyectando el espacio urbano y su comportamiento sobre él estamos capacitados para tomar opciones que no tomamos. Creo que el comportamiento humano es, hasta donde se puede, bastante previsible, y que hay determinadas acciones que tienen una respuesta que podría estar prevista.
Cada vez más los buenos proyectos son mas rentables, políticamente para quien los promueve, económicamente para quien apuesta por ellos, y socialmente para la gente por la cantidad y calidad de relaciones y situaciones que pueden inventar. La demanda está (o estará, no me cabe la menor duda) incluso dispuesta a pagar un sobreprecio por ellos.
El capital social es ya hoy un valor, también económico, en las sociedades más cultas. Los malos proyectos serán rechazados en el futuro, podrán quedarse fuera del mercado, o como mucho quedarán relegados para los segmentos de la sociedad menos cohesionados o más marginales. Algo de esto está ocurriendo ya: la gente que puede pagar empieza a exigir algunas cosas más (por ejemplo viviendas con ciertas cualidades espaciales), la que no puede, tiene que aceptar lo que le llega (vivienda pública con conceptos habitacionales estancados).
Los “buenos” proyectos (edificios, trazados, infraestructuras, proyecto de los flujos, …) son los más respetuosos con el medio, humano o ambiental, los más sostenibles, ecológicos,… porque al igual que los buenos proyectos de toda la vida están realizados para durar y pueden ser perfectamente reciclables/aprovechables en el futuro.
(Riverside, La Martella)
Las ciudades actuales necesitan de esos buenos proyectos “educadores” que tuerzan esa inercia productora de espacios relacionales banales y estériles para la vida urbana. Esas mismas ciudades necesitan remirar muchos de esos espacios ya construidos a través de proyectos que intenten, aprovechando las ventajas (densidad, vitalidad, paisaje, centralidad,…), darles la vuelta como a un calcetín disparando el capital relacional disponible.
Vivir y convivir en los espacios construidos por cualquier buen proyecto es una experiencia educativa y educadora. La sociedad que los disfruta, heredera de la que ayudó a construirlos en su momento, es potencialmente una sociedad rica en capital social, en posibilidades relacionales, y por tanto también en cultura, en oportunidades de negocio y en tolerancia. Una sociedad sin una adecuada base física donde poder expresarse es una sociedad con problemas.
¿en que demonios estábamos pensando los arquitectos?